El manantial

El discurso final de Gary Cooper en ‘El Manantial’, en el papel del arquitecto Howard Roark, supuso siempre un verdadero canto a la individualidad creativa y al derecho que todo arquitecto-creador debería tener en las sociedades modernas a que su trabajo sea respetado por los agentes que intervienen en la producción de la arquitectura. Este discurso ha ido perdiendo poco a poco su vigencia, hasta parecernos casi pueril. Era éste un discurso propositivo, innovador, que siempre estuvo en el recuerdo de todo arquitecto que estimase su trabajo como actividad intelectual y artística, y suponía una fantástica reivindicación de una serie de valores humanísticos que se presuponía sintetizaban los pilares de la sociedad moderna avanzada.

El arquitecto se convertía así en una especie de referencia cultural de primer orden, un héroe social cuyas obras iban a constituirse en valores fundamentales y testigos duraderos de esa misma capacidad sintética y de esa misma cultura. Los años sesenta, con el edificio de la Ópera de Sidney de Jörn Utzon como principal exponente de esta heroicidad, supusieron un muestrario inacabable de estas actitudes.

Umberto Eco, allá por 1968, y en su trabajo ‘La Estructura Ausente’, sentaba con claridad las bases de la futura condición de arquitecto. Decía textualmente: «…el arquitecto se verá obligado continuamente a ser algo distinto para construir. Habrá de convertirse en sociólogo, político, psicólogo, antropólogo, semiótico… y la situación no cambiará si lo hace trabajando en equipo, es decir, haciendo trabajar con él a todos los profesionales anteriores. Obligado a descubrir formas que constituyan sistemas de exigencia sobre los cuales no tiene poder; obligado a articular un lenguaje, la arquitectura, que siempre ha de decir algo distinto de sí mismo (lo que no sucede en la lengua verbal, que a nivel estético puede hablar de sus propias formas; ni en la pintura, que puede pintar sus propias leyes; y menos aún en la música que solamente organiza relaciones sintácticas internas a su propio sistema), el arquitecto está condenado, por la misma naturaleza de su trabajo, a ser con toda seguridad la única y última figura humanística de la sociedad contemporánea; obligado a pensar la totalidad precisamente en la medida en que es un técnico sectorial, especializado, dedicado a operaciones específicas y no a hacer declaraciones metafísicas».

Este párrafo anunciaba con dramática precisión las condiciones en las que iba a convertirse una actividad que siempre había estado sustentada por el principio de la creatividad, aunque sus manifestaciones debieran cumplir las exigencias sociales y culturales que la arquitectura siempre conlleva. Cuarenta años más tarde del texto del semiólogo italiano, las condiciones de trabajo y de producción de la arquitectura en las modernas sociedades post-industriales y tecnológicas parecen darle milimétricamente la razón.

La realidad compleja y la cantidad de agentes que intervienen en el proceso de producción de la arquitectura, y sobre todo, la indiscriminada y masiva banalización de los códigos arquitectónicos para su incorporación a la economía de mercado, han obligado a la mayoría de los arquitectos a prescindir de su endogámica capacidad creativa, para convertirse en piezas mecánicamente estereotipadas del engranaje productivo. Justamente contra lo que se dirigía el discurso del bueno de Howard Roark. Y es que desde luego corren otros tiempos para la arquitectura y los arquitectos.

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