Las ferias de las ciudades, entendidas como su festejo anual más importante, suelen darse en grandes extensiones urbanas, que se engalanan espléndidamente para tal fin, durante un intervalo de tiempo de escasa duración (en el caso de Málaga, una semana). Durante este intervalo reciben miles de visitantes, permaneciendo el resto del año inactivas. La única misión pues de estas grandes áreas de suelo urbano será el de servir de escenario al festejo anual más importante de la ciudad, su máximo exponente de diversión y ocio.
Con un claro origen comercial en las ferias de ganado, estos enormes recintos se conforman como una auténtica ciudad análoga a la existente, con vida y carácter propios. Acogen a miles de personas en un trazado de tipo ortogonal de calles y manzanas, donde las múltiples expresiones de toda la sociedad civil se muestran, a través de la consabida caseta, en una especie de delirio compartido de bebida, comida y baile. En esas casetas se produce el continuo intercambio, construcciones ligeras donde encontrarse, cada una con su personalidad interior.
En el caso de Málaga, esta ciudad efímera y enorme tiene un marcado carácter nocturno, siendo el centro histórico de la ciudad el que protagoniza la feria durante la jornada diurna. Las calles céntricas también se engalanan y se protegen de las altas temperaturas con enormes toldos, para convertirse en una gran taberna y escenario de baile.
Lo que parece cierto es que la extensión dedicada a la feria nocturna es mayor cada año, y los equipamientos necesarios al efecto (higiénico, sanitario, transporte, policía y vigilancia, etc.…) cada vez más importantes. El «real de la feria» se convierte así en ese espacio (¿urbano?) de carácter festivo, «ciudad invisible» (a lo Italo Calvino), durante once meses y tres semanas, y lugar para el ensueño y el delirio hedonista durante siete largos días.
Esta manifestación festiva es la que denota marcadamente el carácter de los habitantes de la ciudad, su organización, sus matices, su estructura, con su imagen siempre barroca y recargada. Resulta innegable que el barroco es el estilo al que se aferra siempre la manifestación espontánea de lo andaluz, en este caso a través de miles y miles de bombillas agrupadas en formas que figuran arquitecturas eclécticas, herederas siempre de las arquitecturas similares del siglo XIX, llenas de referencias clásicas, y de un carácter monumental tan del gusto del ciudadano medio.
Cabría siempre recordar, en este sentido, aquella famosa obra del arquitecto Robert Venturi, «Aprendiendo de Las Vegas», donde se producía una genuina y profunda reflexión sobre las escasas posibilidades de trascendencia de la elitista arquitectura abstracta, volumétrica, tectónica, frente a la popularidad y la fuerza de lo efímero, lo virtual, el «tinglado decorado» que representaban los carteles y fachadas iluminadas de Las Vegas. Se nos hacía ver, desde la más actualizada y radical teoría de los signos, como la expresión de la arquitectura, nuestra percepción de la misma en una sociedad posindustrial y del espectáculo, estaría desde ese momento ligada más a una realidad virtual, efímera y cambiante que a unos valores obsoletos de eternidad, plástica y monumentalidad.
Me pregunto si en las ferias no ocurre lo mismo, y la arquitectura abandona el territorio de la construcción duradera para consagrarse al rito popular de lo efímero, a un uso y disfrute intenso y generalizado del pueblo que comparte esa corta duración sin que importen otro tipo de valores.
El dilema, ya lo habrán adivinado, está servido. ¿Puede permitirse el lujo cualquier ciudad de tener estas grandes extensiones, generalmente muy bien situadas, sin utilizar durante trescientos cincuenta y ocho días al año? ¿Se debe hacer algo para que ese suelo no parezca una ciudad–fantasma durante ese largo periodo? Pocos alcaldes resistirán un debate sobre el tema, pues resulta palmario que a pesar de esas condiciones fantasmagóricas y de abandono que se dan en casi todos los recintos feriales, los malagueños saben que esa zona de la ciudad es su mundo, el pequeño universo donde las miles de bombillas serán escenario de sus desinhibiciones, y donde la esencia de su carácter mediterráneo tendrá cada año su sentido.
Si la popularidad de la arquitectura de la ciudad ha llegado a tener un carácter tan efímero, es que Venturi tenía razón, y lo tectónico ha perdido hace mucho tiempo la batalla con lo virtual. Y esto tan sólo con bombillas y edificios de cartón piedra, sin entrar todavía en el ámbito de la pantalla líquida. La feria digital parece que todavía no se ha manifestado, al menos por estas latitudes.
* Javier Boned Purkiss es doctor arquitecto y uno de los miembros de la incipiente escuela de Málaga.